

Una pareja argentina dio la vuelta al mundo en un avión monomotor: 127 días, 270 horas de vuelo y 60 mil kilómetros.
Claudio Robetto y Betina Raimondi llevan 33 años de casados, son padres de seis hijas, y juntos cumplieron el sueño de dar la vuelta al mundo a bordo de un avión monomotor Mooney M20J, modelo 1978. Durante cuatro meses estuvieron entre las nubes, con escalas en tierra firme para recargar energías, hacer un poco de turismo y seguir. Él fue el piloto, ella la copiloto, y vivieron experiencias asombrosas a lo largo de toda la travesía. Fueron 124 días, 270 horas de vuelo y unas 35.000 millas recorridas. Finalmente revelan al público cómo planearon el itinerario, los desafíos que afrontaron y algunas anécdotas de la vivencia que todavía reviven una y otra vez.
Se conocieron en Mar del Plata, donde viven actualmente, y de donde Claudio es oriundo. Betina era de la ciudad de La Plata, pero fue de vacaciones a un apart hotel que atendía la familia de su futuro marido. “Me pareció una chica muy interesante, cuando se fue quedamos en que la iba a ir a visitar, fui en diciembre y para el 6 de enero ya estábamos de novios”, relata el ingeniero metalúrgico. Y confiesa con humor: “En esa época yo volaba como piloto privado, así que cuando empezamos a salir la invité a volar y a tomar un café al aeropuerto, una especie de levante rebuscado, pero funcionó”.
Cuatro meses después del flechazo en La Feliz, dieron el “sí, quiero”. Él tenía 34 años y ella 23 cuando comenzaron su matrimonio, y al poco tiempo formaron una numerosa familia. “Tuvimos seis hijas mujeres: Josefina, Martina, Valentina, Delfina, Carolina y Justina; ahora ya están todas grandes, muchas ya tienen sus parejas, una incluso está en España”, cuenta. Cuando se convirtió en padre dejó su rol de piloto por un tiempo, y solo volaba de forma ocasional en aviones alquilados. Aunque puso toda su energía en el trabajo como ingeniero, la vocación de estar en el aire seguía muy presente.
“Mi papá, Jose Pino Robetto, fue piloto en la Segunda Guerra Mundial por Italia y a mí siempre me gustó volar, aunque él no quería que yo me dedicara a esto”, dice con honestidad. Su padre se enroló a los 19 años en la Fuerza Aérea Italiana, y a los 20 ya era piloto de caza en combate en el frente africano. Cuando terminó el conflicto bélico, vino a la Argentina a los 29 por una oportunidad de trabajo, y a los pocos meses conoció a la mamá de Claudio.
“Dos años después de que falleciera mi viejo -murió en 1984 a los 64 años- hice el curso de piloto en Miramar, y en 2001 hice el curso teórico de piloto comercial en Tandil”, indica. La idea de continuar la formación siempre estuvo, lo hacía solo en su tiempo libre. En el plano laboral cambió de rumbo hacia la ingeniería agroindustrial, y desde hace varios años es productor de harina sin gluten. Betina se dedicó a su carrera de ingeniera agrónoma y trabajó en un laboratorio durante un tiempo, y actualmente despliega su faceta docente como coach ontológica.
En 2014 surgió una oportunidad única que fue el puntapié para la gran aventura que vivirían en 2023. “Tuve una empresa de cultivos en Uruguay que duró tres años y después la tuve que cerrar, pero como me quedaron algunos activos allá, pude generar unos ahorros y ahí le dije a Betina la idea de compramos un avión”, relata. Investigaron algunas posibilidades y se decidieron por una aeronave pequeña en Estados Unidos, concretaron la compra a distancia y seis meses después fueron a buscarlo.
“El avión era muy chiquito, revestido con tela, iba uno adelante y otro atrás, y lo trajimos en un vuelo que nos llevó dos meses”, comenta. Cada experiencia que vivieron en ese tramo la volcaron en un blog, y desde ese momento organizaron sus vacaciones en función de una pregunta: “¿El lugar tiene pista de aterrizaje?”. Si había, despegaban rumbo a ese destino, y sino recalculaban hacia otro. “Viajamos mucho por Argentina, fuimos a Ushuaia, a Salta, a Chile, cruzamos dos veces la Cordillera, y también a Uruguay”, rememora.
Uno de sus escritos lo leyó una pareja que se sintió identificada y los contactó para saber más de su historia. Los invitaron a pasar un fin de semana en Santa Teresita, y hacia allá fueron. “Son un matrimonio, él es de Buenos Aires y su esposa es holandesa, y ahí entre charla y charla nos contaron que querían dar la vuelta al mundo; y a mí se me abrió la cabeza, y pensé: ‘¡Yo también!’”, confiesa Claudio. Se trata de Alex Gronberger y Martina Kist, que fueron los primeros en conseguir la hazaña con un avión con matrícula argentina.
“Los conocimos en 2019, entablamos una gran amistad y en 2021 dieron la vuelta al mundo. Nosotros somos los segundos”, revelan, aunque son el primer matrimonio donde ambos son argentinos y logran hacer el recorrido completo. Ahorraron durante tres años para comprar el Mooney M20J, modelo 1978, que era más adecuado que el anterior. Cuando tuvieron todo listo, se complicó poner una fecha para comenzar el viaje, por cuestiones laborales al principio, y se fue postergando. También estuvieron abocados a la salud de la mamá de Betina, que estuvo muy enferma y partió de este mundo en marzo último.
La preocupación de cuándo despegar era cada vez más grande, porque si culminaba la ventana de verano boreal ya no podrían cruzar el Ártico por el riesgo de engelamiento, que ponía en riesgo la formación de hielo en las alas del avión, con todos los peligros que eso implica. “Además de ser piloto privado, rendí el examen de piloto comercial un día antes de la travesía, lo aprobé y me dieron un certificado provisorio, que aunque no lo necesitaba para el vuelo, era para tener algo más y ganar seguridad”, señala.
El 21 de mayo salieron oficialmente desde el Aeroclub de Batán, al sur de Mar del Plata. Pasaron por la provincia de Córdoba, luego hicieron escala en Brasil, y siguieron por Venezuela hasta Estados Unidos, Canadá, Groenlandia, Escocia, Inglaterra, España, Italia, Alemania y Rusia. “Pensábamos que no íbamos a poder seguir, creíamos que por la guerra de Rusia y Ucrania el espacio aéreo iba a estar restringido, o directamente prohibido, entonces la idea era ir hasta Europa a visitar a Martina, nuestra hija que está en España, embarazada de su primer hijo y nuestro primer nieto”, cuentan con emoción.
En ese reencuentro surgió la idea de crear una cuenta de Instagram para que sus amigos y familiares pudieran saber dónde estaban y cómo les estaba yendo. Sus seis hijas se encargaron de armar el perfil, le pusieron el nombre de @aventurerosdelaire, y ellas fueron compartiendo todas las fotos y videos que recibían de sus padres.
“Una mañana me llamó Alex, y me dijo que había hablado con el handler ruso que le organizó las paradas a ellos, y le había dicho que si íbamos con los pasaportes argentinos y nuestro avión tenía matrícula argentina, no iba a haber ningún problema en cruzar Rusia”, detalla. Claudio prefirió no ilusionar a Betina antes de tener la confirmación, averiguó presupuestos y cuando supo que era factible, le dijo: “¡Me parece que vamos a dar la vuelta al mundo!”. Con toda la adrenalina a flor de piel, trazaron un nuevo itinerario, que incluía pasar por Italia, Croacia, y finalmente entrar a Rusia.
Los vuelos tuvieron un promedio de 8 horas por jornada -el más largo fue de 1.200 kilómetros, entre Islandia y Noruega, de 10 horas de duración- y atravesar todo el país gobernado por el presidente Vladímir Putin les llevó un total de 20 días. Pasearon en ocho ciudades rusas que los dejaron maravillados, y hubo momentos tensos en algunos tramos porque cuando sobrevolaron Moscú no tenían GPS activo, y debieron hacerlo a no más de 500 pies de altura, guiados por el instrumental y un controlador aéreo.
“Nos pasó de atravesar tormentas, lluvias fuertes, tener principio de engelamiento, turbulencias, montañas cerca, baja visibilidad en distintos tramos, y algunos colegas me decían asombrados: ‘Cruzaste cuatro horas sobre el agua’, y la verdad es que el motor no sabe si está volando sobre tierra o sobre agua, y se puede parar en cualquier momento porque hay muchas piezas y cualquiera que se rompa es un riesgo”, indica el piloto. Ambos aseguran que iban confiando en la providencia divina, tenían una imagen de la Virgen de Loreto, la virgen de los aviadores, rezaban un rosario y después escuchaban música.
“Tomábamos mate hasta que se acabara el agua caliente, comíamos los sanguchitos que preparaba Betina la noche anterior, comíamos galletitas, y así íbamos, muy concentrados en lo que estábamos haciendo”, describe. Algunas veces llegaban muy tarde por el cambio de horario en cada país, y todo estaba cerrado para comprar más víveres. “Bajamos cuatro kilos cada uno, porque nos hemos pasado de largo algunas cenas y nos fuimos directo a descansar”, confiesan.
Las barreras idiomáticas fueron también un desafío, porque salvo en el país de origen, las comunicaciones aeronáuticas fueron siempre en inglés. “Se nos hizo difícil en los lugares como Estados Unidos y el Reino Unido porque hablan muy rápido, en cambio en Brasil el inglés que hablan es similar a como hablamos nosotros, más despacio, con una pronunciación más inteligible, y en Rusia nadie hablaba inglés, salvo los controladores de vuelo, así que les escribíamos en castellano en Google Translate y le mostrábamos la traducción; además de usar muchas señas también”, detallan.
Siguieron por territorio ruso hasta llegar de nuevo a tierras norteamericanas, al estado de Alaska. “Dimos toda la vuelta y llegamos al final de la travesía, porque la Tierra es redonda, mal que le pese a los terraplanistas, y se llega”, expresa Claudio. Y enseguida confiesa: “A mí se me hizo muy rápido, ni bien llegué: ‘Yo ya quiero volver a dar otra vuelta’”.



